El 14 de agosto de 1988 fallecía Enzo Ferrari, el genio detrás de la creación de la marca automovilística más importante de la historia.
A las 18:30 de aquel domingo de verano, en su residencia de Largo Garibaldi 11, en Módena, se apagó la vida de Enzo Ferrari. Tenía 90 años. Pero el mundo no lo supo hasta dos días después. Il Commendatore, fiel a su estilo reservado y desafiante, había decidido hasta el último detalle de su muerte: la hora oficial sería las 7:00 de la mañana, y el funeral se celebraría en la más estricta intimidad, antes del amanecer del 15 de agosto, día festivo en Italia.
El ataúd, de madera clara y coronado por una cruz de flores blancas, recorrió una ciudad vacía, dormida por el Ferragosto. No hubo cortejo, ni discursos, ni cámaras. Solo los suyos. El parte médico, firmado por Cesare Carani, su médico personal, omitió la hora real del fallecimiento, cumpliendo el deseo de Enzo: evitar el ruido, los homenajes, las portadas.
La noticia se publicó recién el 16 de agosto. Para entonces, Ferrari ya descansaba en el cementerio de San Cataldo. Su última aparición pública había sido en febrero, cuando recibió un título honorífico en Física. Un mes después, celebró su cumpleaños número 90 con una cena privada para empleados y familiares.
Murió con complicaciones renales y leucemia, pero también con la certeza de haber dejado su última obra: el Ferrari F40, presentado semanas antes como un rugido final frente a la modernidad alemana. Un auto sin concesiones, sin confort, sin adornos. Solo velocidad, alma y legado.
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