El 14 de julio de 1969 comenzó un conflicto bélico entre El Salvador y Honduras conocido como La Guerra del Fútbol, un enfrentamiento de cuatro días que dejó más de 3.000 muertos y una herida abierta en la región. Aunque las causas eran sociales y políticas —migración, reforma agraria, tensiones limítrofes—, el fútbol funcionó como catalizador emocional. Los tres partidos eliminatorios rumbo al Mundial de México 1970 se disputaron en medio de un clima de hostilidad creciente, y cada resultado pareció empujar un poco más hacia el abismo.
El conflicto entre El Salvador y Honduras no se gestó en los estadios, pero encontró en ellos un escenario perfecto para amplificar tensiones larvadas. A lo largo de junio de 1969, tres partidos eliminatorios rumbo al Mundial de México se convirtieron en espejos de una rivalidad que excedía lo deportivo. Las tribunas se volvieron trincheras simbólicas, los himnos sonaron como desafíos y cada gol fue interpretado como una victoria política. Lo que empezó como una competencia futbolística terminó siendo parte de una narrativa nacionalista que avanzaba a paso firme hacia el quiebre diplomático.
La serie que lo cambió todo
8 de junio, Tegucigalpa: Honduras ganó 1-0. La noche previa, los jugadores salvadoreños fueron hostigados con fuegos artificiales, mariachis y gritos para impedirles dormir. Tras la derrota, una joven salvadoreña se suicidó, y su funeral fue convertido en acto patriótico. El fútbol ya no era solo deporte: era símbolo de humillación nacional.
15 de junio, San Salvador: El Salvador se impuso 3-0. La delegación hondureña fue recibida con violencia, y los jugadores debieron ser evacuados por seguridad. La bandera de Honduras fue quemada y reemplazada por un trapo sucio. El himno fue silbado. El estadio se convirtió en escenario de provocación y revancha.
27 de junio, Estadio Azteca: El Salvador ganó 3-2 en tiempo suplementario. Mauricio “Pipo” Rodríguez marcó el gol decisivo y se convirtió en héroe nacional. Pero el partido se jugó bajo tensión diplomática: El Salvador había roto relaciones con Honduras el día anterior. La victoria fue celebrada como gesta patriótica, mientras miles de salvadoreños eran expulsados del país vecino.
Fútbol en medio del fuego
El fútbol fue instrumentalizado por ambos gobiernos como símbolo de identidad y resistencia. La prensa exacerbó el discurso bélico, los estadios se militarizaron, y los jugadores fueron tratados como soldados. El gol de Rodríguez fue estigmatizado como detonante, aunque el conflicto ya estaba en marcha. El 14 de julio, mientras las tropas salvadoreñas cruzaban la frontera, el fútbol había cumplido su rol: no como causa, sino como excusa legitimadora.
La guerra duró 100 horas y terminó el 18 de julio por mediación de la OEA. Pero el vínculo entre deporte y conflicto quedó marcado para siempre. En palabras del propio Rodríguez: “Nunca fue un partido entre enemigos, sino entre rivales deportivos. El problema era de los gobiernos”.
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